Era perversa hasta en el escote que llevaba aquella tarde, hastiado, cerrado, envolvente, obligando a la imaginación a aquel movimiento osado, abrupto, a crear realidades a partir de mentiras. La tela abrazaba, asumía la piel. Era perversa, siempre lo había pensado.
-Podrías hasta poner de rodillas a una montaña si quisieras- se atrevió a comenzar, sabiendo que era como darle una recortada a un epiléptico.
-Dime qué es lo que estoy haciendo aquí y deja las pantomimas.
-Tengo miles de motivos para odiarte, ¿lo sabes?
-Sí, no es que haya sido una santa. Entiendo que puedas estar enfadado.
-Lo que ocurre es que tengo miedo, Alicia, tengo mucho miedo. Miedo de quedarme ciego, de que un autobús me destroce, de que la reencarnación sea verdad y no haya nada más que un escarabajo pelotero esperándome, de las nubes grises y de los antifaces venecianos.
-Y a que el mechero te queme el dedo, a cortarte el pelo, y a los dentistas. Sé a lo que tienes miedo, me lo repites todos los días. Pero por una vez, por una vez, dime de qué narices tienes miedo ahora y desenfádate de una vez, si quieres.
-De que solo me baste un motivo para despertar cada día.
-Ya estamos otra vez con esas… si tantos motivos para odiarme dices que tienes, recuérdalos cuando golpees el despertador, como ayer, levántate y déjame en paz.
Era mentira. “Déjame en paz” era mentira. Cuando él tenía cinco años tenía miedo de ser mayor; de convertirse en alguien mayor; de tener que fingir que ya nada le asustaba, que le gustaban los trajes y cómo apretaba su garganta la corbata; tenía miedo de ser como su padre y, ¿qué era ahora? Ahora temía decírselo, Alicia no comprendía; Alicia decía muchas mentiras, incluida aquella. “Déjame en paz” solo podía significar “abrázame fuerte”. Pero cuando un abrazo se disfraza es que o falta valor o sobra vanidad.
-Lo que quiero decir esta vez es distinto. Quiero que sepas que todos los hombres tenemos una batalla pendiente, porque sin eso no somos nada. Que cuando lloramos no lo decimos y cuando lo decimos es mentira. Las guerras más importantes no son las que salen en los periódicos, son las que se libran por dentro y en silencio. Ahora tú eres mi batalla.
Ella tenía catorce años. Salió llorando de casa después de que su madre la echara a base de meriendas edulcoradas y castigos inútiles. Llamó al tercero y subió. Cerró la puerta con un golpe delicado, pero lo suficientemente fuerte como para que su abuela supiera que estaba ya dentro, se sorbió la nariz en silencio. Olía a macarrones y a sal, a aquel aroma intenso y salado que desprende la piel envejecida, aunque su abuela aún se pintaba los labios para ver las telenovelas y compartía con ella sombras verdosas de ojos sin que su madre lo llegara a saber nunca. “A batallar, pequeña”, le decía siempre, “a batallar mi pequeña”. Tenía que haber decidido morirse a la mañana siguiente, como se mueren los periquitos cuando se les echa de menos. Dejándote sola, dejándote sin. “Raro”, había pensado, “si tenía magdalenas recién hechas”
-¿Por qué me cuentas esto? Quiero decir, qué motivo hay- Alicia, con su abuela latiéndole entre las sienes, había conseguido mostrarse ante él como un gato panza arriba se defiende del elefante.
-Porque es importante, necesitamos luchar para sentirnos vivos. La antítesis es el motivo de nuestra existencia. Sino dime qué sería de Blancanieves sin la bruja de la manzana, a nadie le importaría la historia de otra princesa salvada. A mí me basta saber que existes para pelear, aunque nunca te hubiera conocido sería lo mismo. Necesitaría saber que existes en algún lugar para tener un motivo, mi motivo, para despertar cada día. Solo quería que lo supieras, no espero nada, solo sentirme mejor, porque he tenido la suerte de conocerte, de no vivir con la esperanza de un “tú”, sino de tenerlo antes mis ojos ahora.
-Pero yo no soy ninguna princesa digna de ser salvada, Álex, y lo sabes.
-No se trata de eso, se trata de mí. Se trata de que en ti está mi motivo para pelear.
-¿Y es por eso por lo que tienes miedo? Es que no entiendo Álex, no te entiendo. Es que vienes, y me dices esas cosas, y yo solo quiero dar un paso y tenerte más cerca, y ver cómo me miras, y alborotarte el pelo pero me dices que te enfadas, y me apartas, y entonces me acuerdo, y me entran ganas de llorar, otra vez, Álex, otra vez. Y ya está bien… si ya no sé cómo es estar contigo sin llorar, y es que no es normal y no te entiendo y no sé qué hacer y…
Bullía por dentro y quería pegarle y gritarle y ponerle las manos frías en el pecho y que él viera, que estaba fría que era fría, y que no había nada que hacer y que la culpa era suya, suya de ella y de nadie más, y no sabía qué hacer, y no quería llorar más. Porque su abuela le decía que llorar era de señoritas y ella había dejado de serlo hacía ya mucho tiempo.
-Si hubiera sabido que lo entenderías no te lo estaría contando, no sería necesario. Por eso dije que no espero que lo entiendas, solo que lo sepas. Porque aunque el tratamiento me esté carbonizando las entrañas, yo sé que puedo con esto. Porque tú estás al final del campo de batalla. El cáncer no tiene porque poner puntos finales, puede ser un punto y seguido. Un “ahora te toca a ti”. Un “vamos campeón, ella te quiere, demuéstrale que tú también”.
- No tienes que pasar por todo esto para demostrarme que me quieres, Álex- ella lo sabía, lo sabía y le daría igual aunque hubiera sido mentira. Aunque hubiera sido mentira que él no roncaba por las noches, aunque hubiera sido mentira que solo se gritaban porque se querían.
-Cuándo entenderás que no se trata de ti. Se trata de que un techo de diez toneladas me aprisiona y de que yo tengo el descaro suficiente como para aguantar el tipo. Soy más fuerte tirado en esta cama que levantando cien kilos con la lengua.
-No se trata de mí, nunca se trata de mí. Ya lo sé, pero no me quiero ir, entérate, que no me quiero ir sin ti.
Ella se aferraba a los recuerdos que habían tenido para luchar junto a él, no podía imaginar que pudiera haber un mañana en el que a Alex no estuviera para derramar el café sin querer. Por mucho que le pesara aquella no era su lucha y no tenía una espada con la que lanzarse a la arena. Hay momentos en los que el ser humano tiene que sentir la extinción de su vida para afrontarla y nadie puede librar esa batalla por otro. Pero ella lo quería todo, siempre había apostado por todo, por no dejarse nada en el camino. Se compraba las camisetas repetidas de varios colores y le besaba el mismo número de veces en cada mejilla; y si quería un libro se hacía con todos los del autor. Todo. Pero todo era él y ahora se le deshacía a pedazos.
-Quizás el futuro- siguió Alex- me depare algo que me haga saltar de alegría, algo así como una piscina llena de chocolate cada día de la semana, no lo sé. De lo que sí estoy seguro es de que ahora estoy en guerra con la vida. Y ya sabes que no me gusta perder.
Alicia le miraba como se miran los cuadros abstractos de las consultas médicas. Se acercó y le dio un beso en la punta de la nariz. Haría magdalenas. Con magdalenas recién hechas todo acababa bien.
tuyo.
-
Benditas redes sociales, que le permitían nunca darse por vencido. Nunca
olvidar la minúscula posibilidad de volverla a encontrar.
Saltaba de un contacto a...
Hace 8 años